Al llegar a casa de Nani, en una cálida tarde de Manila, ya ha pasado la hora de comer. Juro que mi reloj interno siempre ha estado dictado por mis ansias de comer. Me emociona la idea de abrazar a Nani. Siempre la siento como una almohada sedosa, suave y perfumada con jazmín, y su abrazo es impecablemente “de abuela”. Sin embargo, ¡también estoy TAN emocionada por saber qué pasa en la cocina!
Cuando salimos del coche nos conducen de inmediato a la entrada principal, pero yo me lanzo rápidamente por la esquina hacia la cocina y capto los últimos tañidos de las campanas del mandir. Nani está terminando sus oraciones, así que aún tengo tiempo de echar un vistazo a la cocina. Los cocineros trabajan con rapidez, siempre con un saludo de bienvenida, friendo pescado y preparando arroz blanco al vapor con todos los ingredientes. Observo atentamente cada puesto de trabajo y me fijo en las tazas de té que quedan en el fregadero, con trocitos de galletas húmedas pegadas a los bordes: restos del ritual del té matutino. Esta fascinación por todo lo gastronómico parece haberse arraigado en mi interior desde aquellas estancias veraniegas.
Nani nos convoca en el mandir, y mi hermano y yo corremos hacia ella. La abrazamos con ternura, y ella se ríe y nos besa las mejillas. Pero lo primero es lo primero: Nani me sujeta la mandíbula con sus manos finas y temblorosas. Me vierte el “jal” dulce en la boca, que me sabe casi metálico por la jarra de acero. El sabor de la olla de acero es casi metálico, ¡y me encanta! Otro abrazo, esta vez sólo para mí. Ahora puedo oler el jazmín de su trenza, mientras eleva ligeramente el tono para pedir a las señoras de la cocina que empiecen a poner el almuerzo en la mesa. Es tarde para ellas, pero acceden amablemente.
Corro hacia el comedor y me dirijo directamente a la lazy susan. Ese genial invento siempre me ha fascinado. Es un plato giratorio en el centro de la mesa. Se me hace la boca agua al esperar la comida: piel de pescado crujiente y ácida, pescado que se deshace en la boca bañado en salsa de soja y tomates picados, con arroz de jazmín dulce como telón de fondo y ajo quemado crujiente y ahumado como colofón.
Mis expectativas no tardan en hacerse realidad cuando mis primos entran corriendo en el comedor, envueltos en toallas empapadas, con olor a crema solar y cloro y pura alegría exudando por todos los poros. Gritamos, nos abrazamos y saltamos para sentarnos en la enorme mesa del comedor, mientras Nani grita a los más jóvenes: ” ¡Secaros primero! No mojéis las sillas”. No hacen caso de sus órdenes y la abrazan por detrás. Ella suelta una risita y les deja tranquilos, mientras observa encantada a sus nietos.
Esta sensación de hogar es, para mí, incomparable. Casi parece una escena de una película, y cuando recuerdo esos momentos, realmente no puedo creer lo afortunados que fuimos de haber estado en tales escenas, en tales instancias. Como una foto Polaroid perfecta, en la que la exposición es la adecuada y todo el mundo luce su mejor sonrisa. Fue el respiro perfecto para mí, un interludio en aquellos días grises de Londres. Un sueño al que podía aferrarme al menos durante unas semanas, a mi regreso a los malolientes pasillos del colegio.